jueves, 8 de septiembre de 2011

EL FUEGO INTERNO
Carlos Castañeda -
INTRODUCCIÓN


En los últimos quince años, he escrito extensos rela­tos sobre mis relaciones de aprendiz con un brujo indio, don Juan Matus. A causa de lo extraño de los conceptos y prácticas que don Juan quiso que yo comprendiera e interiorizara, no he tenido otra alternativa sino presentar sus enseñanzas en forma de narraciones descriptivas, relatos de lo que me ocurrió, tal como sucedió.

La organización total de las enseñanzas de don Juan se basaba en la idea de que el hombre tiene dos tipos de conciencia. El los nombró el lado derecho y el lado izquierdo, y de acuerdo a ello, dividió su instrucción en enseñanzas para el lado derecho y enseñanzas para el lado izquierdo.

Describió el primero como lo normal de todos nos­otros, o el estado de conciencia necesario para desempe­ñarse en el mundo cotidiano. Dijo que el segundo era algo que no es normal, el lado misterioso del hombre, el estado de conciencia requerido para funcionar como brujo y vidente.

Las enseñanzas para el lado derecho las llevó a cabo en mi estado de conciencia normal. He descrito esas enseñanzas, a detalle, en todos mis relatos. Como parte de ellas, don Juan me dio a saber que él era un brujo. Incluso, me presentó a otro brujo, don Genaro Flores, y debido a la naturaleza de nuestra asociación, lógicamen­te concluí que me habían tomado como aprendiz.

Ese aprendizaje, en mi modo de pensar de aquel entonces, culminó con un acto incomprensible que don Juan y don Genaro me hicieron ejecutar. Me hicieron saltar desde la cuna de una montaña a un abismo.

En uno de mis relatos he descrito lo que me ocurrió en aquella ocasión. Lo que yo creí que era el último drama de las enseñanzas para el lado derecho fue repre­sentado allí, en esa cima, por el propio don Juan, don Genaro, dos aprendices, Pablito y Néstor, y yo. Pablito, Néstor y yo nos precipitamos, uno por uno, a un abis­mo.

Durante años después, creí, a pie juntillas, que mi absoluta confianza en don Juan y en don Genaro fue lo que inexplicablemente me hizo sobrevivir. Hasta llegué a creer que el sobrepasar mi pánico racional, al enfrentar mi inevitable aniquilación, fue lo que me salvó. Ahora sé que no fue así. Sé que el secreto estaba en las enseñan­zas para el lado izquierdo, y que impartir esas ense­ñanzas implicó tremenda disciplina y perseverancia de parte de don Juan, don Genaro y sus otros compañeros.

Me ha tomado casi diez años recordar exactamente lo que ocurrió en las enseñanzas para el lado izquierdo. Ahora sé qué fue lo que me hizo estar tan dispuesto a realizar un acto de tal magnitud: precipitarme a un abismo.

En sus enseñanzas para el lado izquierdo, don Juan dejó entrever lo que él, don Genaro y sus otros compa­ñeros realmente eran y lo que hacían conmigo. No me enseñaban brujería, ni encantamientos, me enseñaban las tres partes de un antiquísimo conocimiento que poseían; ellos llamaban a esas tres partes el estar con­ciente de ser, el acecho y el intento. Y no eran brujos; eran videntes. Y don Juan no sólo era vidente sino que también era un nagual.

En sus enseñanzas para el lado derecho, don Juan ya me había explicado muchas cosas acerca del nagual y acerca de los videntes. Entendí que ser vidente era la capacidad que tienen los seres humanos de ampliar su campo de percepción hasta el punto de poder aquila­tar no sólo las apariencias externas sino la esencia de todo. Entre otras cosas, me había explicado que los videntes ven al hombre como un campo de energía, algo parecido a una bola de luz, o lo que él llamaba un huevo luminoso. Decía que por lo general esos campos de ener­gía están divididos en dos secciones, y que la excepción a esta regla son los hombres y mujeres que tienen sus campos de energía divididos en tres o cuatro partes. Debido a ello, esas personas son más fuertes y adapta­bles que el hombre común y corriente, y por lo tanto, pueden convertirse en naguales al volverse videntes.

Fue, sin embargo, en sus enseñanzas para el lado izquierdo, donde don Juan elucidó totalmente los intrin­cados detalles de ser un vidente y de ser un nagual. Recalcó innumerables veces que ser un vidente implica el comando de recursos perceptuales imposibles de defi­nir, y que ser un nagual es llegar a un pináculo de disci­plina y control. Ser un nagual significa ser un líder, ser un maestro y un guía.

Como nagual, don Juan era el líder de un grupo, co­nocido como la partida del nagual, compuesto por ocho videntes femeninas, Cecilia, Delia, Hermelinda, Carmela, Nélida, Florinda, Zuleica y Zoila; tres videntes masculi­nos, Vicente, Silvio Manuel y Genaro; y cuatro propios o mensajeros, Emilio, Juan Tuma, Marta y Teresa.

Pero don Juan no solamente era el guía de la parti­da del nagual, sino que también educaba y guiaba a un grupo de videntes aprendices conocidos como la partida del nuevo nagual. Consistía ese grupo de cuatro hombres jóvenes, Pablito, Néstor, Eligio y Benigno, de cinco mujeres, Soledad, la Gorda, Lidia, Josefina y Rosa. Yo era el líder nominal de ellos, junto con Carol, la mujer nagual.

Las enseñanzas para el lado izquierdo me fueron dadas cada vez que yo entraba en un estado único de claridad perceptual que él llamaba conciencia acrecenta­da. A lo largo de mis años de asociación con don Juan, repetidamente me hizo entrar en tales estados mediante un golpe que me daba con la palma de la mano, en la parte superior de la espalda.

Don Juan me explicó que, en un estado de concien­cia acrecentada, la conducta de los aprendices es tan natural como en la vida diaria. Su gran ventaja es que pueden enfocar sus mentes en cualquier cosa con fuerza y claridad descomunales; pero su desventaja esta en la imposibilidad de traer al campo de la memoria normal lo que les sucede. Lo que les acontece en tales estados se convierte en parte de sus recuerdos cotidianos sólo a través de un asombroso esfuerzo.

Mi interacción con los videntes compañeros de don Juan fue un ejemplo de esta dificultad de recordar. Con la excepción de don Genaro, yo sólo tenía contac­to con ellos en estados de conciencia acrecentada; por ello, en mi vida normal, no podía recordarlos de ninguna manera. Después de esfuerzos inauditos, llegué a recor­dar que siempre me reunía con ellos de un modo casi ritual. Comenzaba al arribar en mi coche a la casa de don Genaro, en un pueblito en el sur de México. De in­mediato, don Juan se unía a nosotros y luego los tres nos empeñábamos en ejecutar las enseñanzas para el lado derecho. Al cabo de un rato, don Juan me hacía cambiar niveles de conciencia y yo los llevaba a los dos en mi coche a un pueblo cercano, más grande, donde don Juan y don Genaro vivían con sus otros compañeros videntes.

Cada vez que yo entraba en un estado de conciencia acrecentada no podía dejar de maravillarme de la dife­rencia entre mis dos lados. Siempre sentía como si un velo se me quitara de los ojos, como si antes hubiera estado parcialmente ciego y ahora podía ver. La liber­tad, el absoluto regocijo que solía posesionarse de mí en esas ocasiones no puede compararse con ninguna otra cosa que haya experimentado jamás. Pero al mismo tiempo, había un aterrador sentido de tristeza y añoran­za que iba de la mano con aquella libertad y aquel regocijo. Don Juan me había dicho que sin tristeza y añoranza uno no está completo, pues sin ellas no hay sobriedad, no hay gentileza. Decía que la sabiduría sin gentileza y el conocimiento sin sobriedad son inútiles.

La meta final de sus enseñanzas para el lado izquier­do fue la explicación que don Juan, junto con algunos de sus compañeros videntes, me dieron acerca de la tres facetas de su conocimiento: la maestría del estar cons­ciente de ser, la maestría del acecho y la maestría del intento.

Esta obra trata de la maestría del estar consciente de ser. Yo la describo aquí como parte del arreglo total que don Juan usó a fin de prepararme para llevar a cabo el asombroso acto de saltar a un abismo.

Debido al hecho de que las experiencias aquí narra­das tuvieron lugar en estados de conciencia acrecentada, no pueden tener la trama de la vida cotidiana. Carecen de contexto mundano, aunque he hecho lo mejor por proporcionarlo, sin hacerlo ficción. En estados de con­ciencia acrecentada se tiene mínima idea de lo que nos rodea, puesto que la concentración total queda ocupada con los detalles de la acción del momento.

En este caso, naturalmente, la acción del momento era la elucidación de la maestría del estar consciente de ser. Don Juan me dio a entender que dicha maestría era la versión moderna de una antiquísima tradición, que él llamaba la tradición de los antiguos videntes toltecas.

Aunque él sentía que estaba unido, de modo inextri­cable, a aquella antigua tradición se consideraba a sí mismo como uno de los videntes de un nuevo ciclo. Cuando una vez le pedí que me describiera las caracte­rísticas esenciales de los videntes del nuevo ciclo, lo pri­mero que dijo fue que son los guerreros de la libertad total. Luego explicó que son tales maestros del estar consciente de ser, del acecho y del intento, que la muer­te no los alcanza como alcanza al resto de los seres humanos. Los guerreros de la libertad total eligen el mo­mento y la manera en que han de partir de este mundo. En ese momento se consumen con un fuego interno y desaparecen de la faz de la tierra, libres, como si jamás hubieran existido.

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